martes, 4 de junio de 2019
Miserere. De Germán García. Editorial Mansalva. Octubre 2017
Como las grandes novelas, que no se cierran sobre sí mismas, sino que proponen la sobredeterminación característica tanto de la literatura (en su intertextualidad) como de la lengua (en su aspecto irónico), Miserere, de Germán García, se abre como en abanico en sus ciento setenta y tantas páginas, a cientos de otras páginas, escritas por otras plumas. Epígrafes que evocan el horizonte del haiku (la novela termina con uno hermoso), las lecturas del protagonista, así como las citas entreveradas en la narración, me produjeron la fructífera sensación de estar nadando en el río de aguas dulces y generosas de la literatura universal; de lo que es vigente en todo momento donde algo de lo humano esté en juego.
El narrador, apenas en proceso de dejar atrás la adolescencia, se aleja de su ciudad de origen rebautizada Circa, como evocación quizás, de un tiempo no datable del todo y teñido de cierta religiosidad superficial, para aventurarse en una tan deseada como ajena Buenos Aires. En un momento en el que los hombres se ocupan en las mesas de los bares del gobierno de Frondizi, del secuestro de Eichmann, de la muerte de Norma Penjerek, o del gobierno de Illia, el protagonista se aferra a los libros y al descubrimiento del deseo y del amor: las mujeres oficiarán como brújulas, en el mar de la ansiada libertad. Así, usará los primeros para tener acceso a las segundas, asistiendo a reuniones pseudopolíticas donde las cosas parecen girar en redondo por los vértices en tensión del triángulo Patria- Política- Religión, o participando de movimientos autoconvocados en pos de revoluciones que, pareciera, no irían a ninguna parte. Su mirada cercana, pero lo suficientemente distante como para obtener una perspectiva propia, evoca una versión de lo argentino que oscila entre el silencio (elocuente si lo que está en juego es el deseo o el amor, pero cercano al terror si lo que está involucrado es la locura o la muerte) y el fulgor carnavalesco: en el ser argentino podría leerse una ficción de un carnaval, en el que la euforia incongruente entre la tradición y la colonia danza y convive con los muertos en la calle, que caen como por azar, que quedan en el anonimato, fuera de toda memoria, producto de la represión armada y de la sexual. Lejano a toda heroicidad, el narrador no teme ser algo risible para los que creen en ideales serios, porque se enrola en las filas de los que prefieren vérselas con una mujer que ir a la guerra (tal como lo dijera Freud, pero a la inversa), o hacer la revolución.
Encontré en Miserere, una ética de la inmanencia; sin deseo no hay vida que valga la pena ser vivida. Mas ese deseo es encarnado. No olvida el cuerpo; ni sus satisfacciones ni el dolor. Una historia de amor dibujará las coordenadas en las que se delimita la trama, historia con la que el protagonista entretejerá su pasado con su presente, para saber si quiso lo que deseó, si quiere lo que desea. En la línea de La Fortuna, otra novela de Germán García, Miserere me pareció irónica sin ser canalla, humorística sin ser una comedia, concisa sin dejar de ser alusiva, histórica sin ser reivindicativa, nostálgica sin ser melancólica. Márgenes que se transitan no sin dificultad y con algunos derrapes, en la literatura argentina de hoy. García camina por esos estrechos márgenes con maestría y sin abandonar nunca un decir particular, ligado al gay saber y al goce de la vida, a un goce vital.
La operación simbólica y semántica que Nanina lleva a cabo con la infancia, Miserere la realiza con la historia, que nunca es "nuestra" porque nunca es Una, porque en definitiva, en algún punto, se tiñe de ficción. Suele ocurrir, como en la novela, que el que cree tener la versión Una de la historia termine pidiendo misericordia. Como dice Stephen Dedalus en Ulises, "Me dan miedo esas grandes palabras que nos hacen infelices". Y de eso el narrador de Miserere parece estar advertido. Con la perspicacia de los personajes de Arlt, con el humor de Gombrowicz, con la mirada lúcida de Joyce (por momentos el narrador podría ser el mismo Stephen Dedalus, con algo más de optimismo), Miserere es a Buenos Aires lo que Ulises a Dublín: leyendo sus páginas uno puede saber cómo se vivía en algunos ámbitos de nuestra ciudad, en aquellos años donde algunas utopías parecían aún posibles, y el deseo circulaba por sus calles, por los bares, y fundamentalmente, por los cuerpos.
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