NANINA, de Germán García, cumple 50 años. Por Leonor Curti
Los caminos de la libertad.
Leí por segunda vez Nanina, con el propósito de escribir este comentario, sin intuir el
desafío mayúsculo que me implicaría abordar una obra tan compleja como rica.
La primera lectura fue allá por 2012,
cuando se iniciaba la Serie del
Recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia, del Fondo de Cultura Económica. Nanina
inauguraba la serie de obras de la literatura argentina del siglo XX elegidas,
que mantenían su vigencia y consolidaban su presencia en el diálogo con la
actualidad literaria del país.
Entonces, en el 2012, por coyunturas de la
vida, la leí en clave “paterna”. Era lo que me ocupaba las emociones, el
pensamiento y las horas en aquel momento. La disfruté, la gocé; a través de sus
páginas viví Junín, una infancia de pueblo, la complicidad entre
“varones/hombres”, el acercamiento a las “nenas/mujeres”, lo inexplicable de la
familia, lo inasimilable de la pareja parental, así como el modo mágico de Nanina de habitar un tiempo puro
presente:
“Nanina
era el angelito de los niños que nosotros fuimos. (…) El presente se abría
frente a ella en el cielo de verano: ella fue nuestro presente. (…) Nanina, sol
y siesta son nuestra sagrada trinidad”.
En la primera parte, Lo otro, el narrador-protagonista nos toma de la mano (las manos
serán luego tan fundamentales para la vida en la inmanencia del goce del cuerpo,
en la habilidad del trabajo, en la escritura por venir) para llevarnos con su
mirada de sorpresa y azoro, por una realidad fragmentaria e iridiscente como la
memoria, donde se conjugan el desamparo y su contracara, la libertad.
El descubrimiento de que, más allá del
terror (de la paliza), perder un camino es dar con otro, le da al narrador un
arma potente para la vida; le hace saber que la elección forzada de la niñez es
crecer o morir, aunque la adultez conlleve un morir creciendo; un morir sí,
pero viviendo. Vida que se jugará en una apuesta a todo o nada en las aventuras
fraternales, en los descubrimientos sexuales, en las formas insondables del
amor, en el miedo a que las palabras proferidas clausuren un sentido para
aquello que no lo tiene en lo absoluto.
La iniciación sexual, el misterio oculto
entre las piernas de las nenas, el mundo de la muerte de los seres y los
cuerpos, los vencidos en y por la vida, el alcohol y las palizas, el sol de la
siesta y la noche estrellada, todo confluye en Nanina y su muerte:
“La
agonía de Nanina es como pasar de chico a loco…”, o como dejar de ser niño
definitivamente. La plasmación sedosa del sol encarnado se apaga y la noche
trae desamparo:
“La
noche de Nanina fue la de papá…”.
Don Pedro, artífice de la tragedia de la
gatita, habitaba el mundo de la muerte; había que matarlo.
“Esa
noche rompimos con furia la quinta de don Pedro (…)”.
“- ¡Hay que
matarlo, viejo puto!- dijo Toti, mi hermano, olvidando lo malo de las malas
palabras. Papá lloró toda la noche en
nuestra pieza única; se llevó el cuchillo a la garganta y no se mató. Papá
temía a la muerte y nos lo dijo una noche: - Tengo miedo, mucho miedo- y en sus
palabras yo estuve desamparado como nunca-. No nos queda nada- dijo también.”
El deseo de
escapar se anuda, con el colombiano como agente inesperado de la operación, al
anhelo de escribir: de ponerle palabras a la tragedia, de comenzar a tramar
alguna historia que oficie de sostén para una nueva lengua; escribir no será
hacer literatura, sino partir de la materialidad de aquello con lo que se
cuenta: la enumeración sistemática de los deseos, que se avendrán a la potencia
lírica de la poesía, creadora de lo que era y de lo que ya no sería:
“Las piedras de
los caminos, los árboles, las noches en que esperábamos la luna y la dejábamos
allí, en su cielo, como si se deslizara entre las nubes. Entonces Antonio, mi padre, estaba sentado en
el patio que terminaba en calle, Blanca estaba cerca de él, los bichitos
luminosos recorrían la noche y la marcaban aquí y allí, y nosotros, mis
hermanos y yo, latíamos en un lugar de la noche, sentados, perplejos de la oscuridad,
mirando esas casas donde ocurrían cosas distintas que en nuestra casa” .
Escapar del desamparo, de la escuela, luego del taller-padre,
de la familia, de:
“La magnitud de la
infancia, la fiesta de la derrota angelical de los niñitos que fuimos, la
imposibilidad de no ser hombre, de no ser niño, de no ser nada, sino algo
indefinido: la muerte única e irrepetible de Nanina”.
Encontrar una salida posible en los versos de Dulcísima madre, de Quasimodo, siendo el
muchacho que huye de noche con un abrigo corto y muchos versos en el bolsillo,
pobre de corazón al que un día matarán…
El debut sexual con una muchacha virgen y el encuentro
con la Biblioteca E. Echeverría serán el combustible que avive la partida de
Junín, dando lugar al tan ansiado viaje.
Buenos Aires, segunda parte de la novela, nos aleja del lirismo para ser
atraídos por una mirada desencantada de la vida de la comunidad “de los precios y horarios”, en la ciudad
en la que el cielo es indiferente, el sol cae neutro sobre las calles, y el peso
del dinero es agobiante.
Los sueños y las ilusiones se desvanecen ante lo
perentorio de la vida cotidiana:
“No fue. Viajar
por el mundo. No fue. Cambiar de casa. No fue. No fue. Nada fue, estábamos
hechos de lo que no había sido”.
En la ciudad estaba Nora, la obligación de pagar la
pensión; la urgencia de conseguir un trabajo y conservarlo, sin perder la
dignidad, sin dejarse robar la noche; evitar caer en el común anonimato y
resistir la tendencia indolente de no tener grandes aspiraciones.
“(…) desde chico
sabía que trabajo-hombre hombre-trabajo eran inseparables y que se vivía a
través del trabajo y que se trabajaba a través de la vida; pero que ninguna se
podía mantener sin la otra”.
La ciudad le implicaba al narrador una trampa: desear
una vida allí cuando el trabajo que la hacía posible lo alejaba de ella,
matándola cruelmente. Ser uno más en la comunidad de los precios y horarios era morir.
El presente de las carencias múltiples (sin raíces, sin
bienes y sin patria) se vuelve entonces la libertad de una deriva en la que
todo es permitido. Una afirmación primordial se produce:
“(…) aun desnudo
en el mundo, quiero estar desnudo y vivir en él.”
El Yo se convierte en el personaje central de la comedia
que se llama Yo, a la vez que los libros abren un camino para salir de la
trampa:
“Siempre me
confundí en los libros para ir después a encontrarme en las personas: sin
libros no hubiese visto a nadie y sin nadie no hubiese entendido un libro”.
Este renacer de la libertad irá declinando para el
narrador, ante las responsabilidades del matrimonio y la paternidad; ante el
hermano preso, ante la opresión que ejerce sobre el deseo la necesidad
imperiosa de dinero:
“Nanina está
muerta para siempre en nuestros actos. Sus ojos se deshacen en los míos y su
pelo esponjoso es barrido por mi máquina de afeitar. Su piel, su sangre seca,
se hacen polvo en el aire y el viento se sacude los recuerdos en regiones
remotas por donde ya nadie volverá a pasar”.
“Comprendo que
Nanina ha muerto y que sus caminos conducen a la muerte: las cartas se juegan a
una edad en que uno jugaba a ojos cerrados, por el gusto de verlas planear en
el aire”.
Los habitantes de la ciudad forman un animal pesado y
discordante, una suerte de bestia tan esclava como fascinada por la moneda que
brilla en el cielo, como nunca antes.
Los caminos de libertad y sol de Nanina condujeron a
otros modos de la muerte: una historia forzada y una vida no elegida, se suman
a la muerte del padre; modos que al final de la novela el narrador confronta con
el poder evocador del lenguaje, con la fijeza vital de los signos como armas
para hacerse una historia que sea otra. El niño inocente con ansias de
aventuras, deja paso al púber con responsabilidades de adulto, que descreerá de
cualquier promesa mesiánica de felicidad.
Un acontecimiento de lenguaje
Se cumplen 50 años de la aparición de Nanina, y es imposible hacerse una idea
de lo que pudo haber causado su publicación (además del hecho incontrastable de
su prohibición por considerarla obscena, el secuestro de ejemplares para evitar
su distribución y el consiguiente procesamiento a su autor y editor). Si
sostenemos con Leo Strauss que el más inteligente de los censores es menos
inteligente que un escritor inteligente y cuidadoso, podríamos aventurar que su
prohibición estuvo ligada a la apenas superflua intuición de que algo serio se
planteaba en ella, y al no poder precisar qué era aquello, se echó mano al tema
de la obscenidad. Nanina no es obscena en absoluto: el contenido “sexual” en ella, trata de la sexualidad vivida por el narrador,
con poca carga de moralina y con mucho de descubrimiento de un terreno a
explorar, de experiencias de goce por vivir. Es posible que décadas atrás incomodara
a muchos con el tema, pero hay que decir que sin ninguna duda, el tratamiento
de lo sexual no es lo más innovador y rupturista de la novela, y sorprende
verla incluida recientemente en un suplemento literario con relación a la
literatura y la pornografía.
Al ser una novela de formación o de iniciación, no es
infrecuente que la cuestión sexual aparezca con mayor o menor crudeza o
explicitación en los textos del género (pienso en Los ríos profundos de José María Arguedas, publicada en Argentina
en 1958, o en El retrato del artista adolescente de James Joyce, publicada en
1916, por evocar las que en calidad y según mi opinión pueden situarse a la par
de Nanina, aunque ésta se desmarca de
las anteriores por la falta de presencia de la educación – jesuítica en ambos
casos- de la institución escolar).
Con sutileza, el autor da voz al niño que describe y
vive su sexualidad con inocencia y una cuota de ternura y sentido de la
aventura, para luego dar paso a la voz del adolescente que ha entrevisto cómo
funcionan las cosas, aún en su pequeño pueblo: inflamado por el deseo sexual,
ya no inocente ni tierno, se siente apremiado por su salida al mundo y a la
vida, por dos puertas esenciales: las mujeres y el trabajo: tener acceso a
alguna mujer (que fuera con otros también, o con todos, o lo hiciera por
aburrimiento o por emoción, incluso gratis, o por tendencias “pedagógicas”);
andar con mujeres para ser respetado y valorado en el trabajo.
Con preeminencia de una mirada sorprendida por los
misterios del mundo (en la primera parte) y con abundancia de humor e ironía
(en la segunda parte), la voz narrativa nos transmite un gran secreto que por
supuesto no se aprende en la escuela ni en la universidad: se vive y se piensa
como se habla. Wittgenstein decía algo así como que cuando pienso, el lenguaje
es el vehículo mismo del pensamiento; que las palabras con las que expreso mis
recuerdos son mi reacción a los recuerdos. Podríamos decir que el lenguaje
configura el pensamiento; que las palabras con las que recuerdo son los
recuerdos. Y que las palabras, los silencios, las frases, los nombres
escuchados, proferidos, pensados, son las coordenadas del mapa con el que se
lee la realidad, con las que los goces de la vida aparecen como posibles en
primera instancia.
Sin embargo el gesto fuerte de la novela es el del
protagonista que advertido de todo aquello, juega a reinventarse más allá de
los límites por medio del lenguaje, hallando un goce propio en el uso de la
letra que permanecerá fuera de todo cálculo o medición; irreductible a toda
valoración mercantilista: el “loco”
de la primera parte, será “Flordeniño”,
el “principito valiente” (que
irónicamente no será) en la segunda.
Los caminos de Nanina
serán después los del lenguaje, los de la combinatoria de sus elementos y
los del goce que de ello puede obtenerse.
Las ideas “respetables” (madre, pueblo, patria, padre,
trabajo, dinero) se deslizan hacia la ironía:
“Mi madrepueblo
discutía el significado de la vida cuando nosotros, sus hijospueblo, nos
atrevíamos, para sentir el vértigo, a negar a Dios. Mi madrepueblo decía que
sin Dios nunca hubiera empezado la vida y mi padrepueblo interrumpía diciendo
que ya estaba empezada y que la cosa era cómo seguir, cómo cazar la guita sin
morir trabajando”
“Fuimos un pueblo
pobladísimo de pueblerinas preocupaciones que nos poblaban de ganas de mandar
al diablo tanto pueblo. (…) Y los vecinospueblo descansaban del trabajo de la
mañana para continuarlo por la tarde. (…) Vivíamos en un barrio tan pobre que
ni uno hubo jamás que ganara la lotería, ni mucha plata en la quiniela, ni que
tuviera demasiadas horas extras que, como se sabe, se pagan doble”.
Muchas más cosas se habrán escrito o podrían escribirse
sobre tan enorme novela. Deseo que estas líneas acerquen muchos lectores a sus
páginas.
Allá por 1972 Ricardo
Zelarayán escribía: “(…) En fin, el lenguaje es para mí la única realidad.
(…) Si la realidad está en alguna parte, está en el lenguaje. (…) En suma, las
fuentes de la poesía están en la infracción constante de la convención que nos
vendieron como realidad”.
En 1968 Nanina
lo expresaba entrelíneas en cada página. Si Nanina es un clásico lo es no sólo
porque 50 años después sigue dialogando fructíferamente con el lector, sino
también porque atrapa algo de lo humano, transmite algo valioso y conmovedor
sobre la experiencia, que normalmente suele ser intransferible. Y porque dice
en su texto de la potencia del lenguaje para crear mundos, historias, goces;
para eludir las cárceles heredadas, las propias y las ajenas, para torcer
destinos, sobre lo que funda una nueva vida por encima de la vida recibida.
También por la resonancia que alude a lo no
domesticable, lo no categorizable, lo no mensurable; sobre lo que en cada uno
habla bajo, pero dice siempre lo mismo.
Por todo eso y más, festejo los 50 vitales años de Nanina, intuyendo que serán apenas los
primeros de muchos más.
Muy bueno!!!!
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