¡TE CUENTO! No estaba empantanada en el lodo de la falta de inspiración en mi próxima novela. ¡Había concluído el borrador, el hueso primero, y no me había percatado! Así que hasta tanto salga (ahora duerme un tiempito y yo descanso, y luego la retomo para reescribirla), te dejo un capítulo de mis Criaturas de arena, para tentarte a que te la descargues del blog (es gratisssss), mientras se embellece para pasar al papel.
"KUYÉN
El lanzamiento del Quimey fue certero: las
boleadoras sujetaron las patas traseras. El animal cayó al piso tratando de zafarse.
Era el tercer guanaco del día. Por lo ocurrido en la mañana el jefe había
decidido que no los acompañara. Como si hubiera sido mi culpa…De rabioso nomás
los seguí agazapado, a lo lejos; algo de lo que pasaba entre esos hombres me
intrigaba.
-¡Nehuén, ayudame, tiene una fuerza anormal! ¡El
cuchillo!- gritó el Quimey.
Detrás de unas matas secas, haciéndome parte del
paisaje, me quedé mirando.
Vi el filo del arma entrar en el cuello del animal, que
emitió un gemido hediondo. El corte provocó una lluvia roja que salpicó los
cuerpos. No le dieron tiempo a morir; lo abrieron y le vaciaron las tripas.
La presa anterior nos había jugado una mala pasada: era
una hembra preñada. Al abrirla, hundí mis manos en el animal, aún caliente, para
arrancar lo que de vida pudiera quedar en esa masa sangrante que todavía gemía
y en el cuerpo a medio hacer. El Nehuén vomitó. Lo hecho hecho estaba; para
reducir la ofensa decidimos que no la llevaríamos. Tiramos con el Quimey los
desechos del botín lo más lejos que nos dieron las fuerzas, mientras el Nehuén trataba
de controlar su asco.
Esta vez sí, la cacería se les presentaba como un
festín gozoso. Los vi inclinarse sobre el líquido tibio y lamer como del agua
de un río. De la boca del Nehuén caía un hilo oscuro y espeso, que él limpiaba
con su lengua. Después dejaron que al animal se le destiñera la vida, y
avisaron a los demás para que se llevaran la presa al campamento. Yo seguí ahí,
a la espera.
Sus cuerpos se habían erizado durante la corrida:
por la matanza, por sus olores animales, o por el puro brillo de sus pieles
bajo el calor abrasador. Se fueron a esconder detrás de unas rocas. Fui tras ellos.
El Quimey limpiaba la sangre de la cara y los brazos
del Nehuén, que aunque más pequeño, era bien formado y sólido. Su pecho era fuerte
y lampiño; de piel gruesa y oscura. El jefe era más alto, de gran contextura.
Ambos tenían miradas que penetraban el ánimo y los pensamientos; pómulos
salientes de bravura. Sus gestos imponían respeto. Cazaban juntos hacía tiempo
y esa hermandad parecía recorrer sus fibras viriles como la energía del rayo en
cielo tormentoso. No disimularon la excitación. Eran parte de una estirpe de
hombres que no daban explicaciones ni las necesitaban. O al menos eso decían por aquel entonces.
Se sacaron la ropa. Desnudos, la desnudez no era
igual a cuando nos bañamos en el río, expuestos a las risotadas o las miradas
furtivas de los demás. Era una desnudez prepotente, poderosa; cubierta de
hombría. Broncíneos bajo el sol, ostentaban al gran astro testigo sus lanzas erguidas
y en pugna, en un ritual animal cargado de lujuria y fluidos espesos. Sangre,
saliva y semen brotaron como salpicaduras vivaces. Ellos, indiferentes o
felices por lo que en ese encuentro nunca se gestaría, por las descendencias
que jamás nacerían, gozaban libres de un puro presente musculoso y erecto.
-Rápido, Nehuén. Date vuelta.
-Dale fuerte. ¡Así!
-Sí, así, muy fuerte.
-¡Seguí, no
pares! Ahhhh… Dejame ahora a mí.
- Esperá, Nehuén, esperá, un poco más, todavía no. Contra
las rocas.
-Sí, ahora.
Dejame más…decían, y sus voces suspirantes parecían
unidas en un ruego ancestral.
No recuerdo quién, pero algo me habían contado…
Cuando los vi con mis propios ojos, recién lo creí. Estaba excitado, atrapado
en ese nudo de carne de hombre que en los gemidos hablaba de otra naturaleza.
Me empezó a quemar el cuerpo; un temblor me hizo despertar del letargo; había
quedado como en un sueño, atontado. Pensé en hacerme notar. Yo no había
conocido cuerpo que no fuera de hembra, y aquella escena emitía señales que me
incitaban... Confundido y alterado por pensarme enredado entre esos dos, me
sorprendí cuando cambiaron de posición. Me quedé escondido, pero no pude dejar de
mirarlos. Tuve que aliviarme. El calor de mi miembro se irradiaba a la mano que
subía y bajaba a ritmo frenético. Después de ahogar un quejido, me limpié con
la tierra arenosa. Ellos seguían ausentes; no me vieron mirar cómo se poseían,
se mordían, tironeaban sus cabelleras…
Volví con los demás, que estaban reunidos alrededor
del fuego. Al no haber participado de la matanza, se habían ocupado de asar
varias liebres y de cocinar huevos del ñandú que habíamos cazado. Era el
momento de la distensión. A medida que la noche avanzaba el murmullo confuso
ganaba intensidad y las risas se transformaban en carcajadas, mientras las
presas se doraban.
Con trozos de carne coronándolas, las flechas
parecían flotar en el aire alrededor del fuego, trayéndonos regocijo y
prometiendo saciedad. Devoramos con placer los bocados jugosos. Las gotas de
grasa que chorreaban caían en la arena, produciendo un chasquido. Luego de
comer, encendimos un poco de tabaco y nos pasamos de mano en mano la petaca con
aguardiente, mientras que los más cansados se echaron a dormir.
El Quimey y el Nehuén aparecieron más tarde. Los presentes
cruzaron miradas que no parecieron alcanzarlos; cada uno estaba en lo suyo. Los
miré de soslayo. Parecían pensativos, como atravesados por alguna inquietud, que las sombras que el fuego producía
disimulaban en sus caras. Los huesos y los restos roídos ardieron obstinados en
la fogata; un olor dulzón que trepaba por el humo blanquecino aturdía las
mentes y saturaba los sentidos.
Fueron cayendo de uno en uno en un sueño pesado y
reparador que los ronquidos delataban. A pesar del aguardiente, yo no lograba
dormir; tenía la mente nerviosa. La tímida luz del amanecer despertó a algunos
hombres. Fueron los primeros en constatar que la juventud insomne y artera de
aquellas montañas había corcoveado durante la noche, desafiando a los que se le
atrevían. Los hombres miraban a un lado y a otro, a la espera de que desde
aquellas moles se oyera una voz, algún ruido; un signo reconocible para entender
lo que había pasado. Las paredes rocosas, testigos de millones de lunas y
soles, los cuestionaban con la mirada confinada allí donde ningún ojo humano ve.
El puro silencio nos rodeaba.
La tienda estaba maltrecha, caída, y los pelos de vicuña se mezclaban de a mechones
con la cabellera negra y la sangre del Nehuén, que había empezado a secarse. (...)"
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