Consagrarse a la extravagancia.
Vivimos en el mundo una coyuntura sin precedentes: tres
cuartas partes de la humanidad se aísla
en sus hogares con decisión, obediencia y una cuota no despreciable de miedo y
pánico (la cuarta parte restante importa poco- África- o no tiene dónde
refugiarse).
Las ciudades más importantes de Occidente están
vacías, tanto de su población local como de turistas. En Venecia el mar se
transparentó y se llenó de peces; hasta se vio algún que otro delfín juguetón
en sus canales. Ya es un hábito ver mariposas desde mi balcón; ciervos
caminaron por las calles de alguna ciudad de montaña del hemisferio norte. La
reclusión voluntaria de los humanos en sus casas deja adivinar efectos insospechados
en relación con el medio ambiente, los recursos naturales no renovables y el
reino animal. Fantaseo con que las especies en vías de extinción puedan
reproducirse nuevamente o que disminuya el nivel del calentamiento global.
Esta mirada bondadosa sobre la suspensión de la
depredación que el ser humano llevó adelante en las últimas décadas de manera
decidida, debe contrabalancearse con otra mucho menos amable: el virus y el
aislamiento correlativo atacan el lazo social, poniendo en jaque el
contacto de los cuerpos (no sólo en el amor, sino en actividades sociales,
comunitarias, laborales y de muchos otros tipos), creando miedos,
aprehensiones, generando distancias. Todos somos potenciales agentes de
contagio, potenciales amenazas de muerte para otros.
Este estado de cosas refuerza las fronteras que se
verificaban demasiado permeables; separa pueblos que cada vez se mezclaban más.
De boca de uno de los líderes políticos de la actualidad, se intentó llevarlo a
un extremo inusitado de segregación al querer “nacionalizar” la emergencia real
que significa el COVID-19, nombrándolo “el virus chino”; se evitaron así medidas
preventivas en pos de mantener activos y saludables los mercados, sacrificando a
cambio a la población. Este real porta características
peculiares: no es localizable desde lo imaginario, como lo era el HIV
cuando irrumpió en el mundo: bastaba no pertenecer o no estar en contacto con
la población homosexual, estigmatizada hasta la crueldad, para “saberse o
creerse a salvo”. El COVID-19 no permite ese tipo de operación biopolítica. Es
invisible; fue transportado por viajeros aún inadvertidos de la pandemia; es
contagioso aun cuando el portador sea asintomático. Puede ser mortal, en casos
específicos de personas con patologías previas, a pesar de lo cual se ha
vuelto letal por la enorme carencia y pauperización en la que se encuentran la
mayor parte de los sistemas de salud del mundo: la salud, salvo excepciones, no
es una prioridad en la agenda de los países conducidos por políticas neoliberales;
se la considera un gasto. Dichos sistemas no estarían preparados para una
crisis sanitaria de esa magnitud.
Es imposible esclarecer, al menos para el común de
los mortales, cómo y dónde se originó el virus que nos tiene en cuarentena. Las
versiones que circulan sobre su origen presentan tantos tintes de ficción como
de verosimilitud. El real está allí; nos acorrala en nuestras casas,
dilucidar su origen parece ser una causa perdida.
Recordé entonces, una conferencia de prensa, El triunfo de la religión, que Lacan
diera a periodistas italianos, en Roma el 29 de octubre de 1974, en el Centro
Cultural Francés. No sin sorpresa y admiración por su capacidad de anticipar el
mundo que se nos venía encima, leí lo siguiente; se está refiriendo a la
angustia de los científicos:
“
(…) Recién ahora los científicos empiezan a tener crisis de angustia. (…)
Supónganse que un día, después que las hayamos convertido en un instrumento
sublime de destrucción de la vida, viene un tipo y saca del laboratorio todas
esas bacterias con las que hacemos cosas maravillosas. Todavía no ocurrió. No
lo lograron. Pero comienzan a tener una leve idea de que podrían fabricarse
bacterias resistentes a todo, que ya no se podrían detener, y que probablemente
limpiarían de la faz de la Tierra todas esas porquerías, en particular humanas,
que la habitan. Entonces, de pronto experimentaron una crisis de
responsabilidad y embargaron cierto número de investigaciones. (…) Se pensó que
había que reflexionar un poco más antes de seguir avanzando con algunos
trabajos sobre las bacterias. ¡Qué alivio sublime sería, sin embargo, si de
pronto nos viéramos ante una verdadera plaga salida de manos de los biólogos!
Sería verdaderamente un triunfo. Significaría
que la humanidad habría llegado verdaderamente a algo: su propia
destrucción. Se vería allí el signo de la superioridad de un ser sobre todos
los demás. No solo su propia destrucción, sino la destrucción de todo el mundo
viviente”.
Me resulta difícil pensar que lo que vivimos no
tenga un atisbo al menos de lo que Lacan plantea en 1974. Está el real de la ciencia, pero
también está lo que se hace con eso: la biopolítica o el uso a escala masiva de
los cuerpos, de la salud y de la enfermedad; el uso del miedo y de la esperanza para gobernar y
manipular actos y decisiones de las personas.
En Cartas,
almanaques, siomaquia, en 1542 Rabelais dirá:
“Este
año los ciegos no verán casi nada, los sordos oirán bastante mal, los mudos
apenas hablarán, los ricos se portarán un poco mejor que los pobres, y los
sanos mejor que los enfermos. Muchos carneros, bueyes, puercos, ocas, pollos y
patos morirán, y no ocurrirá una mortandad tan cruel entre los cisnes y los
dromedarios. Vejez será incurable este año a causa de los años pasados. Los pleuréticos
tendrán un gran dolor en el costado. Los flojos de vientre pasarán a menudo por
el asiento agujereado; los catarros descenderán este año del cerebro a los
miembros inferiores, el dolor de ojos afectará la vista; las orejas serán
cortas y escasas en Gascuña (…). Y reinará casi universalmente una enfermedad
muy horrible y temible, maligna, perversa, espantosa y por la cual muchos no
sabrán de qué madera hacer flechas, y a menudo delirarán y harán silogismos en
la piedra filosofal y en las orejas de Midas. Tiemblo de miedo cuando pienso en
ella, pues les digo que será epidémica, y la llama Averroes, VII Colliget:
falta de dinero. (…)”.
No puedo evitar, entonces, hacerme la pregunta: ¿cómo
saldremos los analistas y cada uno, de esta cuarentena? La cita de Rabelais
da una pista: no deponiendo el humor, la ironía ni la risa. ¿Pero qué más?
Vuelvo a Lacan.
En El discurso
a los católicos dirá que para vérselas con la maldad de la Cosa, los
humanos echan mano al arte, a la religión o a la ciencia.
¿Y
los analistas, qué?
Para hacerle frente a lo real “(…) es necesario que estén extremadamente
acorazados contra la angustia. (…) Las cosas están hechas de
extravagancias. Quizás este sea el camino por el que puede esperarse un futuro del psicoanálisis- haría falta
que éste se consagre lo suficiente a la extravagancia”.
Bibliografía consultada.
1.
El
triunfo de la religión. Jacques Lacan. Editorial Paidós.
Buenos Aires. 2005.
2.
El
discurso a los católicos. Jacques Lacan. Editorial Paidós.
Buenos Aires. 2005.
. Cartas, almanaques, siomaquia.
Capítulo 3, De las enfermedades de este año.1542. Francois Rabelais.
Editorial Dedalus. Buenos Aires. 2010. (Referencia que debo a la enseñanza de
Germán García, que retomaba a Lacan en la valoración de la risa; cita que agradezco
a Maximiliano Fabi).
Leonor, la mejor crónica que leí. No las leí todas. Las citas elegidas, impecables para orientarse. Me toca leer Rabelais. Abrazo
ResponderEliminarHola! Muchas gracias! Decime tu nombre! Bienvenid@!
ResponderEliminarImpecable, la asociación con lacan y Rabelais
ResponderEliminarMuchas gracias Mabel. Me alegra que te gustara. Cariños
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