Te cuento primero una anécdota personal. Hace más de 10 años, participé de una jornada de Un techo para mi país. Si no conocés a la ONG, te cuento: se trata de elegir familias (no estuvimos al tanto de los criterios de selección), en condiciones de precariedad, a las que se les construye una casita monoambiental de madera. Sus medidas son aproximadamente de 3 metros por 5. La casita carece de cocina y de baño; es como una casita del árbol pero más grande y apoyada sobre pilotes, en el piso (los pilotes la preservan de la humedad de la tierra). Me tocó participar en la casita de una mujer que habitaba con sus cuatro hijos (de distintos padres, que brillaron por su ausencia) una tapera de chapa de 3 metros por 3. Allí había dos colchones, un quemador, algo de ropa y poco más. Fue la elegida de la cuadra. La tarea llevaba todo el día, de modo que almorzamos con ellos: pastas con salsa de tomate, que algunos de los participantes prepararon. Al terminar el almuerzo, mientras la futura dueña de casa se secaba las lágrimas de emoción que le causaba pensar que la próxima vez que lloviera no tendría que despertar a cualquier hora a sus niños para llevarlos a lo de una vecina que tenía piso de hormigón, porque su tapera "se llovía", una de las participantes comenzó a partir en varios trozos cada uno de los alfajores de chocolate Havanna de la caja que había llevado. Como nuestra llegada se había convertido en el acontecimiento del día, estábamos rodeados de chicos que venían a ver qué estábamos haciendo. Uno de ellos, al ver los 6 triángulos en los que quedaban divididos los alfajores, señalándolos, preguntó: ¿Qué son? Se me estrujó el corazón.
Jamás olvidé lo que viví ese día, tanto es así que un relato de mi Buenos Aires anónima recoge la anécdota.
Bien, este corto, El comerciante, que hoy te recomiendo me produjo una sensación parecida. No tenés excusa para no mirarlo. Dura apenas 24 minutos. Está ambientado en la República de Georgia, ex URSS. Su protagonista vive en Tiflis, su capital. Es un vendedor ambulante, para el que la moneda de cambio es el kilo de papas. Te invito entonces a que te dejes impactar por una inquietante belleza, por paisajes indescriptibles, que habrían maravillado a Van Gogh (imposible no recordar sus cuadros sobre los cosechadores y comedores de papas), y por el retrato humano y casi silencioso de vidas que sobreviven a contrapelo de la vida misma, sin explicación, sin metáforas que atemperen el rigor de la tierra que se imprime impiadoso en el rostro y las almas de sus habitantes; vidas que atisban con asombro la llegada del vendedor, con su camioneta cargada de cosas maravillosas y por completo desconocidas para ellos.
Una joya que encontrás en Netflix.
No hay comentarios:
Publicar un comentario