Conté hace algunos días en mi Facebook, que mi hija me había propuesto que nos tatuáramos, con el mismo tatuaje. Acepté. Me pareció una idea amorosa y hermosa de su parte. Casi romántica (seguro va a detestar que diga romántica...).
Nunca pensé de chica, ni de adolescente, que querría tener hijos. Fue un deseo que surgió producto del azar del encuentro amoroso, no antes.
No me enamoré de mi embarazo. Y sí, chiquis, fue así. Es algo raro un embarazo. A mí no me daba la mente para entender del todo lo que pasaba.
Ah... pero cuando nació, cuando me la dieron envuelta en una sábana, oliendo de una manera que ningún aroma o perfume que exista, natural o producido por el hombre, podrá jamás igualar en belleza, algo se detonó en mi, y no hubo marcha atrás.
Antes de nacer, allá por el mundial de Francia, ya bailaba con la música de Ricky Martin (recuerden que el tema emblemático del mundial lo cantaba él). Y desde mucho antes, escuchaba sin poder escaparse, a Los Beatles. Le cantaba a menudo, estando en mi panza, I will.
Le inoculé varias cosas, intangibles todas ellas. A los 4 fab de Liverpool, primero, a Freddie Mercury y a Liza Minelli después, a Les Luthiers, la sensibilidad estética, cierto grado de coquetería femenina, el amor a los gatos, un oído hiperdesarrollado para la música y las lenguas. Más recientemente la necesidad enfermiza de estar en contacto con el mar y la playa, y un par de alas: un pasaporte que podrá llevarla lejos, donde ella desee volar para realizar sus sueños, aunque ello la aleje de mi lado.
De chica nunca quiso que le leyera cuentos, ni le contara historias. Sí, en casa de herrero... Pero me pedía hasta el hartazgo que hiciera hablar a los cientos de peluches que tenía (que terminamos donando al Hospital de Niños hace no muchos años), la mayoría de ellos, de gatos.
Dormía poco, poquísimo. Yo iba por la vida lobotomizada, pero en un estado de intensa felicidad indescriptible (hasta que una noche, en una de las tantas veces que se despertaba, le dije al padre que fuera él porque yo podía matarla si acudía a su llamado. La maternidad puede también despertar impulsos asesinos).
Ahora, adulta ella, mujer independiente yo, cuando nos juntamos a almorzar, o estando de vacaciones juntas, puedo decirle sin culpa todo el trabajo que me dio, y logramos reírnos las dos. En realidad, ella ríe a carcajadas.
Los amigos solían preguntarme qué tal era la maternidad. Les decía que ¡para mí, con Paula, era como animar una maldita fiestita infantil durante 18 horas diarias, cada día de la semana! Sí, la maternidad no es la felicidad de galletitas de agua de las publicidades. Ni ahí.
Hoy vamos a inscribir en nuestros cuerpos el símbolo del amor que nos une. La marca del entrelazamiento cuántico, ese concepto físico que da cuenta, palabras más palabras menos, de lo que sigue uniendo a dos sistemas que funcionando juntos, fusionados, dejan de hacerlo, pero siguen conectados, sin importar la distancia que los separe.
Hoy pienso que aquellos que no desean tener hijos quizás tengan una intuición de que tenerlos te modifica de un día para el otro y para siempre, la vida, los proyectos, el modo de estar parado en el mundo, el narcisismo (uno deja de ser la persona más importante en el mundo para sí mismo), la idea de amor que uno pudiera tener.
Quizás sepan y prefieran no elegirlo, que un hijo en el mejor de los casos, es producto de un deseo surgido del azar del encuentro amoroso (hay otras múltiples posibilidades, pero no es el fin de este texto abordar esas posibilidades).
Probablemente intuyan que lo más parecido a un destino que un ser humano puede elegir, es tener un hijo.
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