Ayer tuvimos ocasión de disfrutar de la presencia de
Juan Villoro en nuestra ciudad y en Malba. Trataré de extractar las líneas
principales de su intervención para transmitírselas. Comenzó con un homenaje a
su amigo y mentor Sergio Pitol, fallecido recientemente. A través de recuerdos
compartidos, Villoro fue entramando la relación de la escritura con la memoria:
para Pitol, recordar era conocer, plasmar en la página instantes fugitivos,
fragmentos. No contaba lo que ya recordaba, sino que escribía para recordarlo.
Haber experimentado la hipnosis para dejar de fumar le brindaría un
descubrimiento estético, diría Villoro. Le proveyó el material para su método
de escritor: Pitol sería un buscador de memoria. Como en el jazz, el recuerdo
seguía un patrón básico con zonas reservadas a la improvisación. Curiosa
paradoja para un escritor que en sus últimos años fue perdiendo la memoria.
El inquilino de la mente no siempre se siente dueño
de ella: el telar encantado de la mente escapa a la apropiación total. Si el
conocimiento trabaja con certezas, el arte lo hace con incertidumbres que
procura no resolver: la vigencia de una obra depende de las distintas interpretaciones
que suscite; de la capacidad de traicionarse a sí misma. La conciencia
narrativa depende de que algo pueda ser entendido de distintos modos. Con el
filósofo Alejandro Rossi dirá que el yo no es el dueño de las elecciones que lo
marcan, sino su inestable inquilino que habita en forma incierta el espacio que
el cuerpo le tiene reservado. Escribir es hablar desde esa voz pasajera, que no
es la voz del autor sino la que elige para contar la historia. No hay sí mismo que se corresponda con ella.
Del mismo modo, nuestra imagen mental de nosotros mismos no se corresponde con
la imagen que nos devuelve el espejo: una imagen exterior a nosotros es la que
nos proporciona lo más cercano a una identidad posible. El yo narrativo tiene
una cualidad escindida; escribir literatura significa no estar seguro. El
cortocircuito entre narración y sentimientos, dijo, provocan neurosis
imprescindibles para crear personajes. Henry James introducirá en la literatura
al narrador omnisciente: el que sabe todo lo que le ocurre y piensa cada uno de
los personajes. El yo, entonces, será también el entorno, su círculo de
amistades, las ropas que usa, los objetos que posee (la ciencia hablará de
exo-cerebro). La literatura puede entonces, crear la ilusión de esa intimidad,
de esa interioridad. La historia de la literatura será para Villoro, la
historia de la progresiva apropiación de la mente, de la subjetividad. Y la
novela moderna explorará y explotará la frontera entre la razón y el delirio
(el Quijote, por ejemplo). La literatura tendrá mayor veracidad si admite la
incertidumbre.
La ciencia y la medicina potenciaron el
esclarecimiento de la interioridad del cuerpo. Para Villoro no será casual,
entonces, que el primer monólogo interior en lengua alemana fuera escrito por
un médico, en El teniente Gustl, de
Arthur Schnitzler, donde se explora lo inconciente y la asociación libre de
ideas, cuestión que le valiera que Freud lo considerara como su doble: el
lector, al modo del analista, entiende mejor la historia fragmentada e
aparentemente inconexa, cosa que el protagonista no logra hacer. Esto será el
anticipo de lo que Joyce plasmara en el monólogo de Molly Bloom, en Ulises.
En La
narrativa moderna Virgina Woolf se pregunta cuál es la función del
escritor. Lo que el escritor quiere es captar la sustancia de la experiencia
sensible, captar el mundo, captar esas farolas evanescentes y caóticas que nos
rodean como un halo disperso. Ese es el desafío del escritor: recuperar ese
halo disperso de la existencia, llamado a recuperar la inconexa multiplicidad
de lo real, la luz difusa de la experiencia,
y para ello se sirve de la historia, de los personajes, de la
estructura, etc.
Partimos de la premisa básica de que la literatura
produce realidades. Los personajes, como Anna Karenina, no son falsos, son
incomprobables. La verosimilitud en la literatura no depende del ajuste al
mundo real, sino de las condiciones internas del relato y del pacto íntimo que
se establece con el lector. Es una forma peculiar del conocimiento que genera
una ilusión de vida. García Márquez señaló que todo personaje tiene una vida
pública, una privada y una secreta. Ésta última debe ser imaginada por la
ficción. El valor del secreto será uno de los recursos más difíciles de dominar
en la narrativa, lo que Javier Cercas llama el punto ciego de una novela: lo
que sin conocerse incide en toda la trama. Una suerte de caja negra que el novelista pospone, y que nunca se abrirá. La incertidumbre convierte a la
literatura en algo particularmente creíble. Lo que no ha pasado, lo no ocurrido
nos afecta, pertenece al orden conjetural, configura la trastienda de lo real:
es el misterio superior que nos decepcionaría si se resolviera. La novela es un
instrumento del conocimiento humano, una herramienta de investigación
existencial, por ejemplo, de la distribución de la atención en las ideas y
cosas del mundo, y en la interpretación que se hace de ellas. Faulkner renovó
la psicología de los personajes sin hablar del tema: declaró que todos sus conocimientos
de psicología se debían al Poker. Dijo que el escritor no está interesado en
mejorar la condición humana; está interesado en el comportamiento humano sin
juicio alguno de por medio. El novelista, como el psicólogo o el antropólogo,
está dispuesto sin prejuicios, a describir la conducta ajena, con la variante
decisiva de que no se ocupa de lo que la gente hace sino de lo que puede hacer.
Sin embargo, dijo Villoro, la libertad para escribir
es relativa, debido al poder censor de la conciencia. Propuso que escribir en
distintas lenguas conlleva asumir distintas personalidades. Lo que escribimos,
entonces, nos llega no de un modo racional sino atmosférico, ya que tiene que
ver con la lengua que trabajamos, con la colectividad que nos rodea, con la época.
Los mejores resultados en literatura provienen de lo que el autor no tiene tan
conciente. La escritura provoca una despersonalización, ingresando a una zona
de libertad y autonomía. La voz con la que los escritores escriben solo existe
en sus páginas, por eso conocerlos suele ser decepcionante. La voz que narra
lleva la impronta de lo que los científicos, entre ellos el antropólogo
mexicano Roger Bartra, llaman el exo-cerebro: una red simbólica (cultura,
bibliotecas, museos, significaciones compartidas, el habla, la música,
internet, etc) que no puede ser almacenada en el cerebro propiamente dicho.
Según estudios de neurofisiólogos mexicanos, como Ranulfo Romo, la conciencia
de realizar un acto suele ser sutilmente posterior al impulso nervioso que lleva
a su realización. Los actos, incluso los menores, no es seguro que dependan
exclusivamente de la voluntad y la decisión. En el ser humano, como
singularidad, coexisten el determinismo y la deliberación: la ambición de
libertad y la exigencia cultural del pensamiento propio son plásticamente
alteradas por la cultura desde el exterior (lo que llamó exo-cerebro). La
libertad de elección no es una necesidad orgánica, sino social, de cómo una
época se entiende a sí misma. Aislado de
la comunidad el cerebro carecería del reto y la posibilidad de ejercer la
libertad. Así como el contexto, a su vez, lo condiciona. Entendemos en relación
con la forma en la que una época se entiende a sí misma. La supervivencia de la
especie ha dependido de las historias que se cuenta a sí misma.
El ser humano hace mil años decidió que la realidad
no le gustaba, al menos no del todo. Entonces ha usado este margen de elección,
de libre albedrío para criticar el entorno y oponerle otro entorno imaginario
hecho de incertidumbres, que tiene una captación de sentido diferente que es la
que realiza la narrativa. Vivir significa enfrentar dolores y suponer que todo
podría ser mejor. La sola promesa de que moriremos basta para saber que el
destino está en deuda con nosotros. La especie encontró en la literatura una
manera provisional para sobrellevar la imperfección del mundo. El sinsentido y
las deficiencias de lo real se compensan concibiendo un orden alterno parecido
al nuestro pero donde las cosas ocurren de otro modo. ¿Significa esto que el
arte es superior a la vida? En modo alguno. La enseñanza del hecho estético es
que éste puede incidir en el modo en el que percibimos el entorno. Esta certeza
pertenece más a quién la recibe que a quién la emite. Un libro cerrado no es
arte sino la posibilidad de una obra de arte.
El arte no es otra cosa que un desplazamiento
mental: deja de suceder en el que lo crea, y su conciencia se desplaza
transfigurada, como en su caso con su maestro Sergio Pitol, a quien lo recibe.
No faltaron a la erudita cita villoriana, Proust,
Valery, Nabokov, Tolstoi, Chejov, Gogol, Delleuze, Cervantes, Borges, Piglia y
Vargas Llosa, Deleuze, entre otros.
Un encuentro excepcional, sin dudas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario