Viaje al fin de la noche de
Céline y
Los adioses de
Onetti son dos de las mejores novelas que leí en mi vida.
De manera que voy a compartir con ustedes un párrafo de cada una de ellas, para que si no las leyeron, les de ganas de hacerlo (para la de Céline, busquen una edición diferente que la mía; la traducción es fatal).
Viaje al fin de la noche (1932).
"Mientras no mate, el militar es como un niño. Resulta fácil divertirlo. Como no está acostumbrado a pensar, en cuanto le hablas, se ve obligado, para intentar comprenderte, a hacer esfuerzos extenuantes. El capitán Frémizon no me mataba, no estaba bebiendo tampoco, no hacía nada con las manos, ni con los pies, tan sólo intentaba pensar. Eso era superior a sus posibilidades. En el fondo, yo lo tenía sujeto de la cabeza.
Gradualmente, mientras duraba aquella prueba de humillación, yo notaba que mi amor propio estaba listo para dejarme, esfumarse aún más y después soltarme, abandonarme del todo, por así decir, oficialmente. Después de ese incidente, me volví para siempre infinitamente libre y ligero, moralmente, claro está". (¿Alguna resonancia a cierta situación narrada por Joyce en Retrato...? No me creo que dí con este párrafo. Uno de los pocos que tengo marcados en la novela).
Los adioses (1954) Dedicada a
Idea Vilariño. "Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada. Hizo algunas preguntas y tomó una botella de cerveza, de pie en el extremo más sombrío del mostrador, vuelta la cara- sobre un fondo de alpargatas, el almanaque, embutidos blanqueados por los años- hacia afuera, hacia el sol del atardecer y la altura violeta de la sierra, mientras esperaba el ómnibus que lo llevaría a los portones del hotel viejo.
(...)
Cuando éste llegó en el ómnibus de la ciudad, el enfermero estaba comiendo en una mesa junto a la reja de la ventana; sentí que me buscaba con los ojos para descubrir mi diagnóstico. El hombre entró con una valija y un impermeable; alto, los hombros anchos y encogidos, saludando sin sonreír porque su sonrisa no iba a ser creída y se había hecho inútil o contraproducente desde mucho tiempo atrás, desde años antes de estar enfermo. Lo volví a mirar mientras tomaba la cerveza, vuelto hacia el camino y la sierra; y observé sus manos cuando manejó los billetes en el mostrador, debajo de mi cara. Pero no pagó al irse, sino que se interrumpió y vino desde el rincón, lento, enemigo sin orgullo de la piedad, incrédulo, para pagarme y guardar sus billetes con aquellos dedos jóvenes envarados por la imposibilidad de sujetar las cosas. Volvió a la cerveza y a la calculada posición dirigida hacia el camino, para no ver nada, no queriendo otra cosa que no estar con nosotros, como si los dos hombres en mangas de camisa, casi inmóviles en la penumbra del declinante día de primavera, constituyéramos un símbolo más claro, menos eludible que la sierra que empezaba a mezclarse con el color del cielo".