domingo, 3 de noviembre de 2013
Un cuento de Buenos Aires anónima.
A CONTRAMANO
Nadie había vuelto fuera del horario de oficina al edificio en el que Juan trabajaba como sereno, en pleno Microcentro porteño. Ni siquiera los vagabundos, que se acurrucaban habitualmente en la puerta de entrada buscando refugio. Tendría que apresurarse, no demorarse con tonterías para evitar todo contacto directo con el personal de día. Armó su bolso, como cada mañana y firmó la planilla de salida. Vio que el empleado que empezaba su turno se aproximaba. Apuró el paso y cuando estuvo a su lado, sin mirarlo, soltó un descortés “sin novedades”. Se dirigió a la puerta y salió. “Imbécil”- murmuró.
El aire era frío, como solía serlo en julio en Buenos Aires. No había gente en la calle Esmeralda; solo un par de gatos que revolvían la basura. Le gustaba volverse en “subte”. Iba tranquilo por ir a “contramano” de la gente que iniciaba su jornada laboral. Se sentía mejor solo. Cuando la formación llegó a la estación Catedral y se detuvo, Juan subió con paso decidido. Se sentó y se dispuso a ver pasar las estaciones como imágenes borrosas; como cortes del tiempo obnubilado del viaje. Por un segundo recordó las épocas en las que María, su ex-mujer, esperaba su llegada con el mate preparado y tostadas recién hechas. No llegó a conmoverse; solo a experimentar cierta nostalgia por el olor a tostada en el aire, cuando abría la puerta de su casa. Hacía mucho tiempo que apenas desayunaba al llegar. Los vecinos preguntaron por María durante un tiempo. La querían. Era muy conversadora y amable. Solía preparar galletas y convidar a todos los que vivían en su piso. Incluso algunas mañanas iba al mercado con Anita, su vecina. Ella intentó abordar a Juan un par de veces, pero no tuvo éxito. Siempre apurado, la dejaba con la pregunta a flor de labios. Al no lograr averiguar nada sobre María, se resignó y cuando se encontraba con Juan evitaba tocar el tema, que era una manera práctica de estar a resguardo de su mal genio. El no lamentó que su mujer se fuera, salvo por el tema de las tostadas. Ella no estaba a su altura. En el fondo, se evitó tener que echarla algún día luego de una discusión, o que llegado el caso, perdiera la paciencia y lo peor sucediera. Esa mujer malagradecida no valoró nunca el esfuerzo que era para él no agredirla, tener que conformarse con ignorarla. No supo por qué se fue, pero no atinó a buscarla para preguntarle. No estaba seguro de haberla amado nunca.
El trajinar del “subte” sacudía su cuerpo y el frágil límite existente entre sus ensoñaciones y la vigilia.
Todo comenzó una noche en una fiesta del club del barrio. La vio y le gustó. Como no dudó de que ella gustaría de él- a decir verdad tenía su pinta- la encaró. No habían pasado más de unos meses de salidas, cuando María le dijo que estaba embarazada y que quería casarse. El no aceptó casarse, solo vivir con ella. Pasaron los meses y nació un varón. El único hijo que tuvieron. María estaba plena de felicidad: era un bebé hermoso y saludable. Tenía de ella su cabello rubio y su mirada. Ella se enamoró al instante de su hijo; en cambio Juan empezó a sentir una presencia extraña en la casa. María ya no lo miraba como antes. Levantó la vista. Estaba en la estación Bulnes. Tenía para rato. El niño crecía muy apegado al cariño de su madre, por lo que Juan decidió que cuando tuviera la edad requerida, el Ejército estaría muy bien para transformarlo en un hombre. María no pudo hacer nada para impedirlo. No recordaba muy nítidamente el día en el que el muchacho se fue, pero creía recordar que ella pasó semanas llorando, sin consuelo. Él, en cambio, lo despidió con un abrazo tan fuerte como ficticio, insinuándole que por delante se le abría el camino que lo llevaría a lograr el respeto de su padre. ¡Un buen hijo no podría aspirar a otra cosa más que al respeto de su padre! Recordaba haber visto en alguna película una escena de despedida parecida, que le había gustado mucho. ¡Cosas de familias importantes y respetables!
Cuando el muchacho terminó sus estudios, permaneció en la fuerza, e inmediatamente fue enviado a diferentes misiones de paz en Europa Oriental. Esto no era gran cosa: ¡un pacifista! Pero se consoló pensando, según le explicaba su hijo, que por provenir de un país tercermundista, no estaba mal ser parte de las fuerzas del bien, aunque el protagonismo fuera de otros. ¡Ingrato y desagradecido le había salido! Hacía tiempo que no tenía novedades de él. ¡Seguramente se comunicaba sólo con su madre!
El tren se detuvo bruscamente. Juan miró el cartel de la estación, que resultó ser la suya: Congreso de Tucumán. Había tardado demasiado. Seguramente llegaría a su casa con pleno sol, situación que lo incomodaba. Le costaba más dormirse si había mucha luz.
Su actual departamento, en Quesada casi esquina Cabildo, era más chico y más alejado del centro que los anteriores. En el edificio nadie lo conocía. Llevaba un par de años viviendo allí, y casi no había cruzado palabra con sus vecinos a excepción de Oscar, el encargado, que cada tanto le reclamaba el alquiler.
Su casa estaba siempre desordenada. En especial la cocina y el baño estaban en un estado lamentable. Pero como nadie salvo él usaba las cosas, el desorden y la suciedad no eran tan dramáticos. Todo conformaba una perfecta proyección de su mente. La cama de una plaza (la de dos la había vendido al mudarse) permanecía con las sábanas arrugadas, sin estirar, por semanas. Dejó su bolso sobre la mesa, bajó las persianas para evitar que entrara la luz del sol, y decidió darse un baño antes de dormir. Mientras se estaba duchando sonó el timbre dos veces. No lo escuchó. No fue sino hasta que estuvo listo para acostarse que notó un papel en el piso, detrás de la puerta. Se alarmó. En el edificio, ya todos habían salido a sus respectivos trabajos. Si bien nadie allí sabía mucho de él, él por su parte se había encargado de averiguar cosas sobre sus vecinos. No podían ser ellos. El encargado usualmente limpiaba a esa hora. ¿Entonces qué era ese papel? A la distancia, y sin sus lentes de aumento Juan no distinguía de qué se trataba. Nadie conocía su actual dirección. Ni siquiera en su trabajo. Tenía como práctica habitual cada vez que cambiaba de trabajo, dejar la dirección de su domicilio anterior. No fuera a ser que… Pensó que no debía tratarse de nada importante. Seguramente algún vendedor le había dado unos pesos a Oscar para que lo dejara repartir publicidad gráfica por los pisos. Sin mirar el papel que acababa de levantar, lo estrujó y lo tiró a la basura. Se metió en la cama y se durmió. Esa mañana tuvo pesadillas.
Su rutina se desarrolló sin cambios por algunos días, hasta que un mediodía, cuando despertó, reparó en un papel similar al de la vez anterior, detrás de su puerta, en el piso. Esta vez tampoco escuchó el timbre. La puerta de su dormitorio estaba cerrada y la televisión prendida. Lo levantó con rabia y lo tiró a la basura.
Paulatinamente sus viajes diarios en el “subte” fueron poblándose de presencias. Pasó varios días detrás de la puerta luego de llegar del trabajo, en los que no dormía ni comía, por si el intruso se volvía a presentar. En esas esperas largas y tensas, su mente urdía todo tipo de teorías persecutorias y conspirativas. Pasó lista mentalmente de todas las personas que podrían querer perjudicarlo. Eran demasiadas para una vida tan apagada, aunque repleta de personajes que habitaban su mundo privado. ¿Quién podía estar jodiéndole la vida así? Pero el intruso no apareció, y el cansancio comenzó a vencerlo, con el correr de los días.
Había transcurrido una semana cuando al llegar del trabajo Oscar le comentó que la tarde anterior había venido alguien preguntando por él. Este comentario lo desesperó. Trató de que no se notara su inquietud. ¡Alguien había logrado ubicarlo, conocer su paradero, cuando él ponía tanto empeño en “perderse” en la ciudad! ¡Malditos hijos de puta! Subió a su departamento con la respiración acelerada y empapado en sudor. No terminaba de entender lo que ocurría. ¿Sería María que lo buscaba para sacarle plata? El no tenía por qué darle nada, ella se había ido sola, y además ni siquiera estaban casados. Sí, seguramente era ella, que quería arruinarle la vida. Llegó frente a su puerta, la abrió bruscamente, pero esta vez no encontró nada. Súbitamente quedó inmóvil, con los ojos abiertos y la mirada fija. Las imágenes se sucedían en su mente y lo estremecían. María, su cara... Se burlaba de él, envuelta en sábanas de raso rojo, semidesnuda. Él sólo percibía un murmullo intolerable. Casi arrastrándose se dirigió a su cama. Se dejó caer, temblando. No supo cuánto tiempo transcurrió así, sumido en aquel sopor. Al día siguiente, como un autómata, comenzó a guardar sus escasas ropas y sus pertenencias en una valija vieja. Iba a abandonar ese departamento lo más pronto que pudiera. Era evidente que María no sabía dónde trabajaba, de otro modo lo hubiera ido a buscar allí. Pero, inexplicablemente, conocía su casa y eso lo trastornaba. A la mañana siguiente, al volver del trabajo, esperó que Oscar estuviera limpiando por los pisos, para salir sin ser visto. Dejó la llave de su departamento sobre el escritorio de la entrada, y salió. No sabía bien adónde iría pero sabía que a su casa no volvería. Se dirigió a la estación del “subte”. Allí se sentía a salvo. Viajando. En un espacio oscuro y oculto, suspendido entre estaciones. Había más gente en el coche que lo habitual. Miró sus caras. Eran expresiones borrosas cargadas de hastío y tristeza. Se sintió cómodo. Deseó que el “subte” no se detuviera nunca, que lo alejara de María para siempre.
En tanto, Oscar, llave en mano, empuja la puerta entreabierta del departamento que ocupara Juan y del que debía tres meses de alquiler y de gastos. Lo revisa detalladamente. - Qué tipo más sucio. Dejó todo hecho una mugre - dice mientras marca un teléfono en su celular. - Don Marcos, ya está hecho. Estoy en el departamento. Sí, fue más rápido de lo que pensé; un par de semanas... Oiga, esto es un asco. No quiero sonar como un bruto pero no me vendrían mal algunos pesitos por este favor. Usted sabe que nunca le pido nada, pero en este caso... Piense lo que le hubiera costado el juicio de desalojo... Bueno, sí. Hasta mañana -dice y corta. -Viejo tacaño, no suelta un billete ni a palos. Si viera como dejó todo su inquilino...- dice mientras camina hacia la cocina. Abre la heladera. Toma la única manzana que hay. La lustra con su manga y le da un mordisco. Va hacia la puerta, echa una última mirada. Cruza el umbral y cierra de un portazo.
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EXCELENTE RELATO!!!!
ResponderEliminarCada dia que vuelvo a releerlo es mas bello!! Felicitaciones!!
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