De la mano de un estilo que por momentos evoca el realismo mágico, Vera es una niña que desborda de apetito visual por el mundo todo; pero también de ansias por ver el mundo más allá de lo que los ojos ven, engalanándolo con fantasía. Una niña de ciudad deslumbrada por lo que el mar implica de riesgo, de novedad, de cambio constante y por qué no, de peligro.
En esa búsqueda que a la vez es de saber, una mujer, su abuela es el decir que orienta, la mirada que danzando entre la revelación y el misterio, va introduciendo a su nieta en una feminidad que ante todo es sed de aventuras y de amor primario por la vida.
Los relatos de A veces el faro son de litoral, de borde, de membrana viva y permeable entre la ciudad y el campo, entre el mar y la tierra, entre Dinamarca y Argentina, entre el campo, sus ciclos, sus faenas y su angustiante extensión y la playa luminosa, que visitada con constancia por las aguas impetuosas, es el espacio temporal de la apertura a lo posible.
A veces el faro es un viaje de niñez y adultez por lo maravilloso como una manera de estar en la vida, una manera que en la historia está ineludiblemente amalgamada con el misterio de lo femenino.
Cuando avanzaba en la lectura que, como amante del mar y sus luces, me atrapó por completo, pensé en que habría sido hermoso incluir en la edición una foto del faro (que de todos modos googleé por mi cuenta). Pero luego, al volver a mirar la portada del libro, me di cuenta de que allí estaba.
Disfruté mucho esta lectura, que es una pincelada de dulzura y amor entre tanto desasosiego, abatimiento y páginas escritas pobladas por experiencias de dolor y de marginalidad.
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