El concepto de amor en San
Agustín. (Hannah Arendt. Editorial
Encuentro. 2009)
Por Leonor Curti
Este
libro presenta la reformulación de la tesis con la que la autora se doctorara
en filosofía por la Universidad de Heidelberg bajo la dirección de Jaspers, en
1928 (la primera publicación tuvo lugar en 1929 en Berlín). Con la tesis
original, Arendt llamó la atención de manera negativa de críticos y sobre todo
de teólogos, por plantear las encrucijadas del pensamiento agustiniano y las
dificultades con las que éste se encontró para darle cabida al mandato
cristiano de amor universal al prójimo.
Agustín
de Hipona nace en Tagaste (hoy Argelia) el 13 de noviembre del 354, y muere,
luego de una prolífica vida de 75 años, en Hippo Regius (ciudad de la que fuera
obispo, también hoy Argelia) el 28 de agosto del 430. Fue nombrado “Doctor de
la Iglesia” el 20 de septiembre de 1295 por el Papa Bonifacio VIII. Con
inclinaciones por la retórica, la literatura y el teatro, fue un estudioso de
la filosofía, abrasando la filosofía maniquea (filosofía dualista del bien y el
mal, del espíritu y del cuerpo). Más adelante en su vida, habiendo pasado por
Roma y Milán, en el año 386, y bajo la influencia de los sermones de San
Ambrosio, su acercamiento al pensamiento de Plotino y a la lectura de los
textos de San Pablo, se produce su viraje total al cristianismo, que incidirá
de manera absoluta en su pensamiento, reformulándolo.
La
lectura que hago de este texto se ciñe estrictamente a él, y propone destacar
la operación Arendt para localizar el emplazamiento del amor al prójimo en el
andamiaje del pensamiento del filósofo: el del nudo en el que filosofía y
teología borran sus límites para fundirse en una propuesta más ética que
teológica o filosófica (esto último ya es lectura propia).
A
modo de introducción podemos decir que San Agustín estaba preocupado por
explicarse la presencia del hombre en el mundo: por su felicidad, por su origen
y por la verdad que debía ordenarlo todo, y para obtener una explicación que
satisficiera su intelecto tanto como su afectividad, se vale de métodos o
matrices de pensamiento filosóficos que parecen haber llegado hasta Descartes (respecto
del dualismo, en ambos hay un retiro retrospectivo del mundo hacia alcanzar el
fundamento de la verdad inobjetable y el echar mano a Dios como recurso: para “volver”
del aislamiento al mundo y al otro en un caso; del vaciamiento del mundo al
mundo sensible y extenso en el otro), además de haberse nutrido de el
cristianismo de San Pablo.
El
amor Trino.
“Y lo que oculta una
máquina tan bien hecha, cuando le sucede que se enfrenta a la pareja de Adán y
Eva en la flor de su pecado es por cierto de una naturaleza como para ser
propuesto en ejercicio a una imaginación de la relación humana que no rebasa
ordinariamente la dualidad.
Pero que mis oyentes se
armen antes con Agustín…”.
De
La
ciencia y la verdad. 1966. Escritos 2. Jacques Lacan.
A
medida que se avanza en la lectura de tan compleja tesis, se va delineando una
suerte de conceptualización anticipada: el pensamiento agustiniano filosófico
es extremo, y los impasses con los
que se encuentra, no los resuelve el filósofo sino el teólogo. De modo que la
primera parte del libro, El amor como
anhelo. El futuro anticipado puede pensarse como preteológica; la segunda, Creador y criatura. El pasado recordado,
como un pasaje de un discurso al otro y una transmutación del concepto de amor;
y la tercera, Vida en sociedad, como
de raigambre profundamente cristiana, es decir, teológica.
Primera
parte: El amor como anhelo. El futuro anticipado.
Partamos
de una premisa: el deseo es en sí mismo un estado de olvido del alma.
Se
desea y se desea amar aquello que no se tiene, y que por lo tanto es exterior a
uno mismo. Se desean bienes o personas que por la remisión retrospectiva (la
idea preexistente de haber conocido la felicidad) nos hacen suponer que al
poseerlos obtendremos la felicidad tan ansiada. Ahora bien, muy freudianamente,
dirá San Agustín que poseer el bien para gozar de él, es sentir el temor a
perderlo. El bien por excelencia será la vida misma, y el máximo mal la muerte.
El temor, entonces, rige la vida mundana del hombre. Aquí la primera torsión:
la frustración ante la pérdida de los objetos amados (irremediable por la
estructura del deseo y por la finitud que los afecta) se invierte en negación:
nada es deseable más que liberarse del temor (a la pérdida de los objetos y a
la muerte). De este tipo de amor mundano, también llamado cupiditas, se sale por el anhelo de la eternidad y del futuro
absoluto, con otra modalidad de amor, caritas,
que conecta con Dios y su gracia.
Cabe
anticipar, sin embargo, que desde esta perspectiva que llamaría ontológica, el
ser del hombre se le sustrae siempre: se halla en aislamiento respecto de todo
lo que lo rodea y respecto de Dios. Nunca logrará cerrar el hueco existente
entre la exterioridad y sí mismo. Aquí empieza a surgir el tema de la
extimidad. Una vez que el hombre se retira de la mundanidad, en el camino para
hallar su verdadero ser, San Agustín no halla serenidad en lo más íntimo, y
ante la pregunta por su ser, apela a Dios: Dios, en tanto objeto justo del
deseo y del amor, será la quintaesencia del yo íntimo, pero no habrá relación
de identidad entre el hombre y Dios. Éste da existencia al hombre mas no el
ser, que por las influencias del pensamiento griego, estaría ligado a lo
inmutable, lo permanente, a lo eterno.
Para
“ser” el hombre deberá trascender su existencia humana, y superar su
temporalidad, su mortalidad.
Nueva
torsión: para alcanzar la eternidad, el hombre debe vincularse al Ser Supremo,
es decir, a Dios. Y para ello, y en la ausencia de temor que caritas le ofrece (como pertenencia
futura a lo eterno) tiene los bienes del mundo, ahora en su nuevo estatuto de
útiles. El hombre debe servirse del mundo y los bienes (también de los otros,
cuestión complicada que sólo el amor al prójimo podría resolver) para aspirar a
la consecución del Bien Supremo, el futuro anticipado de libertad.
En
principio, algunos problemas se le plantean aquí a San Agustín: el primero, el
hombre debe renunciar a sí mismo (a su amor por sí y a los objetos de sus
apetitos) para ir en busca del Ser Supremo. Esta operación lo lleva a un estado
de máximo aislamiento. Entonces ¿cómo devolverlo al mundo de la buena manera, y
qué hacer con el cuerpo? ¿El otro, que tan imperiosamente debe hacer entrar en
su estructura San Agustín, es un par, un enemigo, un medio o un fin? La posible
solución que Arendt encuentra será planteada en los siguientes capítulos.
Segunda
Parte: Creador y criatura. El pasado recordado.
Esta
parte plantea un giro de timón: de la pregunta por el ser del hombre de la
primera parte, pasamos ahora a la del origen del hombre en el mundo; a cómo
advino a la existencia. Ya no se tratará tanto de Dios como del Creador, o de
Dios en tanto Creador de criaturas. Aquí la criatura podrá conectar con el
Creador gracias a la memoria y la rememoración: se trata de ir hasta el pasado
último. En la búsqueda del Creador, en la memoria, el pasado retorna al
presente, y se vuelve deseo anticipatorio de un futuro que volverá al origen.
Así, inicio y fin se vuelven intercambiables. La criatura transita el tiempo
que se corporiza entre el aún no del
origen y el ya no de la muerte.
En
el intervalo entre el ser y el no ser, si la criatura logra anudar su vida al
Creador, las fronteras del aún no y
del ya no se disuelven, y limitan con
la eternidad; la muerte no lo privará
del ser, porque la muerte absoluta será para San Agustín el extrañamiento
absoluto y eterno de Dios.
La
eternidad vacía de sentido a la muerte, y origen y fin se vuelven
intercambiables.
Sin
embargo, no hay fusión con Dios. El hombre no será nunca uno: ni en el ser ni
en el tiempo. Y para rescatarlo de este doble exilio, será imprescindible la gracia de Dios.
La
criatura depende del Creador. La perfección del bien se alcanza por vía de la
negatividad: liberándose del mal (del mundo, de cupiditas, del amor a sí mismo, de la codicia, etc.). Pero cumplir
este mandato es tarea complicada para la criatura: su alma quiere y no quiere,
el hábito (que lo conecta con el pecado) está alojado en el interior de su
voluntad y se le impone la impotencia para cumplir con la ley (que es la voz
del Creador que le habla a través de la conciencia para revelarle su
dependencia de Dios).
En
el seno de este conflicto, aparece el teólogo cristiano en su esplendor: la
gracia, como auxilio de Dios, es la aceptación de la criatura pecadora que
creó, y es a la vez, un nuevo comienzo. La ley sólo revela los pecados pero no
logra suprimirlos. Para alcanzar tan difícil por no imposible meta, San Agustín
introducirá casi como un principio, el amor al prójimo.
Del
Dios filosófico habíamos pasado al Creador. Ahora hay que dar un paso más para
arribar a lo que llamaría el Dios ético de San Agustín.
El
hombre ya se ha negado a sí mismo, ha negado al mundo, los placeres, y sin
embargo no puede igualarse a Dios y ha quedado en estado de aislamiento.
Entonces, ¿qué es un prójimo? ¿Cómo darle entidad?
Aquí
entra la dimensión histórica y profundamente cristiana en el pensamiento
agustiniano.
En
un primer nivel, dirá que todos los hombres, en tanto descendientes de Adán,
copertenecen al mismo origen, lo que en cierta manera, los asemeja.
A
otro nivel, el otro será prójimo en tanto criatura, y se amará en él lo que en
él justamente no es de él: lo que esperas que sea, lo que lo conectará con el
ser eterno.
En
cierta forma, el otro devendrá un rodeo para amar a Dios, y para no verse
afectado por la muerte.
Tercera
parte: Vida en sociedad.
¿Qué
es lo que hace sociedad, si la identidad de Dios no basta para lograrlo?
¿Alcanza
para San Agustín el hecho de que los hombres compartan haber heredado el pecado
original y ser mortales para hacer comunidad? La respuesta es negativa.
Entonces, ¿de dónde proviene la fe necesaria para crear una comunidad de
creyentes? De Cristo; de su presencia en la Tierra y su muerte redentora. Cristo
trajo para los hombres la libertad de elegir la gracia divina y el poder
redimirse. El otro, será también mi propio recordatorio de mi cualidad
pecadora, y la muerte eterna el castigo
del pecador.
La
vida nueva del nuevo hombre (el hombre bueno) que tendrá lugar en la Ciudad de
Dios, será la de combatir el pecado, y en ella los hombres se ayudan mutuamente
a redimirse.
La
vida nueva se gana con un combate incesante contra la mundanidad y el pecado,
que acaba con la muerte; muerte terrenal que no quita la eternidad, si se ha
vivido en Dios.
La
fe en Cristo y en la redención será vinculante al prójimo. Y con Cristo San
Agustín resuelve el aislamiento, el rechazo de sí necesario para alcanzar el
Ser Supremo, y las dificultades para renovar un lazo social disuelto en
relación con el mundo y con los otros.
“El
amor mutuo deviene amor a uno mismo, pues el ser de cada yo se identifica con
el ser de Cristo (…)” (pag. 143). La nueva comunidad estará conformada por una
multitud de individuos que se vinculan con amor entre sí porque opera en ellos
la gracia de Dios.
Si
bien el prójimo nunca es amado por sí mismo sino por mor de la gracia de Dios,
y lo amo como a mí mismo en tanto yo
estoy tocado por la gracia de Dios y esa gracia nos hermana, el prójimo es un
vehículo del lazo con Dios, y la relación entre creyentes es indirecta; está
mediada necesariamente por la gracia de Dios y por el amor de Dios compartido,
en los hombres.
Arendt
dirá para finalizar su tesis, que la complejidad del desarrollo del pensamiento
agustiniano es que le da un doble origen al hombre: en tanto individuo (la
pregunta atinente es por el ser) y en tanto parte del género humano (la
pregunta en este caso es ética, por el bien, por el mal, por la libertad de
elegir a Dios, y de actuar conforme lo enseñana la muerte y redención de Cristo).
Su propuesta es que el amor al prójimo cumple la función en San Agustín de
anudar ambos orígenes, y la nueva ciudad, la nueva vida y la nueva forma de
amor dan cuenta de ese anudamiento.
De
este modo se plasma lo triple del amor en San Agustín:
-
El amor mundano (cupiditas),
concupiscente, equivocado porque aleja de Dios, y conecta con la futilidad de
los bienes y las cosas (por ende recuerda nuestra propia futilidad).
-
El amor a Dios (caritas), que conecta
con el Ser Supremo, y le da acceso al hombre a la eternidad y a perder el temor, para que muera la muerte,
pero lo aisla y no le brinda ninguna identidad.
-El
amor al prójimo, que más allá de lo cristiano del desarrollo, y de lo imprescindible
de plantear la fe y la gracia casi como principios para que se sostenga,
habilitó un lazo social nuevo que muchos se han tomado el trabajo de repensar,
entre ellos, Freud (aunque no lo cite) y Lacan; nuevo lazo social develado que
tal vez explique el por qué de la molestia que causara esta tesis en críticos y
teólogos.
.
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