¿En qué lengua soy? podría ser la pregunta que recorre los cortos y deliciosos textos de este libro de Sylvia Molloy, construído en base a detalles, recortes, recuerdos (de infancia y familia los más gravitantes).
¿Podría haber sido de otro modo, para alguien que además escribe, en una ciudad que floreció a la luz de las inmigraciones llegadas de diferentes partes del mundo, pero principalmente de Europa?
La primera parte del libro está dedicada a las lenguas y el habla. Inmigración, destierro (el desterrado es un des-lenguado), familias de lenguas ensambladas (con su consiguiente y dificultoso ensamble de goces que esas lenguas implican), la necesidad y las ganas de comunicarse con el otro cuando se es extranjero, cuando, como cita la misma Molloy a Huidobro, hay una voz desterrada que persiste en los sueños. ¿En qué lengua sueño? ¿En qué lengua le hablo a las mascotas; en cuál respondo el teléfono, en qué lengua me despierto? Como decía Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, "las palabras con las que expreso mis recuerdos son mi reacción a los recuerdos". Podríamos decir, las palabras son los recuerdos, que al decirse dejan de serlo, y se vuelven actuales. También dirá que pensamos como hablamos, y no al revés.
El desterrado de la lengua (con movimiento geográfico o sin él) sufrirá entonces mezclas de sintaxis, de gramática, de vocabulario, de acento (que funcionará como un pasaporte invisible). Vivirá switching palabras y expresiones, como dirá Sylvia Molloy. Estará, del mismo modo que el que no se ha movido jamás de su pueblo o ciudad, "infectés de la langue", cito a Jacques Haussoun, citado por Molloy. El ser humano en tanto ser hablante, será pensado por la lengua que lo infecta, que lo habita.
Sin embargo no todo es drama en este escenario. En determinado momento difícil de precisar el libro comienza a ser un deleite, una fiesta con fuegos artificiales: es cuando se refiere al sinsentido o nonsense, al disparate, a lo absurdo, al cocoliche, a los chistes verdes que en el colegio bilingüe se contaban en español (recuerdo de una ternura incomparable, que me evocó los limerick, a los que Joyce era tan afecto).
¿Podría haber sido de otro modo, para alguien que además escribe, en una ciudad que floreció a la luz de las inmigraciones llegadas de diferentes partes del mundo, pero principalmente de Europa?
La primera parte del libro está dedicada a las lenguas y el habla. Inmigración, destierro (el desterrado es un des-lenguado), familias de lenguas ensambladas (con su consiguiente y dificultoso ensamble de goces que esas lenguas implican), la necesidad y las ganas de comunicarse con el otro cuando se es extranjero, cuando, como cita la misma Molloy a Huidobro, hay una voz desterrada que persiste en los sueños. ¿En qué lengua sueño? ¿En qué lengua le hablo a las mascotas; en cuál respondo el teléfono, en qué lengua me despierto? Como decía Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas, "las palabras con las que expreso mis recuerdos son mi reacción a los recuerdos". Podríamos decir, las palabras son los recuerdos, que al decirse dejan de serlo, y se vuelven actuales. También dirá que pensamos como hablamos, y no al revés.
El desterrado de la lengua (con movimiento geográfico o sin él) sufrirá entonces mezclas de sintaxis, de gramática, de vocabulario, de acento (que funcionará como un pasaporte invisible). Vivirá switching palabras y expresiones, como dirá Sylvia Molloy. Estará, del mismo modo que el que no se ha movido jamás de su pueblo o ciudad, "infectés de la langue", cito a Jacques Haussoun, citado por Molloy. El ser humano en tanto ser hablante, será pensado por la lengua que lo infecta, que lo habita.
Sin embargo no todo es drama en este escenario. En determinado momento difícil de precisar el libro comienza a ser un deleite, una fiesta con fuegos artificiales: es cuando se refiere al sinsentido o nonsense, al disparate, a lo absurdo, al cocoliche, a los chistes verdes que en el colegio bilingüe se contaban en español (recuerdo de una ternura incomparable, que me evocó los limerick, a los que Joyce era tan afecto).
El nombre propio, encarnando el epítome de la dificultad del cruce entre lenguas, sin embargo, produce uno de los momentos más hilarantes (para mí, claro) de los relatos: su hermana se llamaba Ana María, pero una tía la rebautiza Annie May, para desargentinizar el nombre, meta que no fue lograda; la madre y la tía, monolingües ambas, pronunciaban y escribían Animé (¡por supuesto Molloy evoca aquí a los dibujos animados japoneses!). Otro ejemplo: Kagan pasa sin problemas en inglés, pero no en español. O el caso de una mujer que espera en la consulta del ginecólogo. Cuando la llaman pronuncian su apellido "en inglés" (en lugar de en alemán). Enojada la mujer se levanta luego de un rato, y corrige a la empleada (¡Kuntz en inglés resuena con cunts, conchas!, perdón por "my french").
Luego vendrán los textos dedicados a escritores que, como me gusta llamar a esa operación, hicieron "la gran Beckett", es decir, eligen cambiar de lengua para escribir. Supervielle, Hudson, Steiner, Canetti se hacen presentes. En cierto modo, aplicarán el mandato de Valery Larbaud: "Donner un air étranger a ce qu´on écrit". Como sabiendo que "ser bilingüe es hablar sabiendo que lo que se dice está siempre siendo dicho en otro lado, en muchos lados", advertidos de "la otredad del lenguaje", de que se es en la lengua que se habla o se escribe. Como dijera Juan Villoro en su paso por Buenos Aires el año pasado, escribir en otra lengua es ser otro.
Vivir entre lenguas me deja el sabor de que la lengua que se hable o se escriba determina cómo se goza de la misma y del otro. Hablar muchas lenguas implica la invaluable oportunidad y capacidad de abrirse a otros modos de goce que el que nos provee la lengua materna. Y es la llave que abre al encuentro de muchos otros, diferentes, que a veces resultan opacos, otras veces atractivos e intrigantes.
Al leer Vivir entre lenguas me quedo con la certeza (quizás porque yo misma disfruto del switching del pasaje de una lengua a otra, y anhelo saber hablar más lenguas) de que ser plurilingüe es una riqueza disponible que algunos afortunados descubrieron (por elección o a la fuerza) y disfrutan. Sylvia Molloy nos descubre ese secreto en un hermoso libro.
Luego vendrán los textos dedicados a escritores que, como me gusta llamar a esa operación, hicieron "la gran Beckett", es decir, eligen cambiar de lengua para escribir. Supervielle, Hudson, Steiner, Canetti se hacen presentes. En cierto modo, aplicarán el mandato de Valery Larbaud: "Donner un air étranger a ce qu´on écrit". Como sabiendo que "ser bilingüe es hablar sabiendo que lo que se dice está siempre siendo dicho en otro lado, en muchos lados", advertidos de "la otredad del lenguaje", de que se es en la lengua que se habla o se escribe. Como dijera Juan Villoro en su paso por Buenos Aires el año pasado, escribir en otra lengua es ser otro.
Vivir entre lenguas me deja el sabor de que la lengua que se hable o se escriba determina cómo se goza de la misma y del otro. Hablar muchas lenguas implica la invaluable oportunidad y capacidad de abrirse a otros modos de goce que el que nos provee la lengua materna. Y es la llave que abre al encuentro de muchos otros, diferentes, que a veces resultan opacos, otras veces atractivos e intrigantes.
Al leer Vivir entre lenguas me quedo con la certeza (quizás porque yo misma disfruto del switching del pasaje de una lengua a otra, y anhelo saber hablar más lenguas) de que ser plurilingüe es una riqueza disponible que algunos afortunados descubrieron (por elección o a la fuerza) y disfrutan. Sylvia Molloy nos descubre ese secreto en un hermoso libro.
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