Hoy me permito una licencia en mi blog, que es público y abierto, visitado por gente de diversas partes del mundo. Si me siguen por facebook no será una completa novedad, dado que ya conocen a las mujeres de las fotos. Si no es así (están muy invitados a visitar mis sitios virtuales como el blog, mi canal youtube y mi grupo en facebook; encontrarán los enlaces al final) se las presento. Son mi madre y mi hija. Hoy publico este post en el que hablo de cosas mías, por las mejores razones, o al menos espero que lo sean.
Este año que nos tuvo en vilo, amenazados y confinados, puso a la humanidad toda en jaque y a prueba. Al parecer lo seguirá haciendo por un tiempo más, hasta que se vacune a gran parte de los que habitamos el planeta y las vacunas den prueba de su efectividad y de la durabilidad en el tiempo de su efecto. Es fácil entender, o para mí lo es, por qué nos puso en jaque. Un virus en principio mortal (y letal según el momento, el lugar y las informaciones que fuimos recibiendo a lo largo de los meses, a todas pruebas inconsistentes) se contagiaba por cercanía con otro ser humano que, para empeorar la situación, podía ser portador asintomático, es decir, ir por la vida contagiando sin saber que estaba infectado. Tremenda responsabilidad cayó sobre nuestras mentes y nuestros actos más banales y cotidianos. Al menos media humanidad (me refiero a Occidente) se blindó. Nos blindamos. En un acontecimiento sin precedentes en la historia, media humanidad permaneció en sus hogares durante casi dos meses. Tiempo en el que como efecto no buscado, vimos renacer a la naturaleza en todas sus expresiones, ya fueran en el reino vegetal, animal, mineral o acuático. Como contrapartida a tanta bonanza, empezamos a sufrir los seres humanos: el aislamiento, el cese de toda actividad social, cultural y económica comenzaron a producir estragos en las subjetividades y en los bolsillos que sostenían los hogares paralizados y virtualizados hasta lo indecible. El virus silencioso atacaba lo más humano que hay: el lazo con los otros.
Durante todos los meses de cuarentena, que en Argentina se extendió por casi 9 meses, mis salidas se redujeron a ir por alimentos, a la farmacia, o a visitar a mi madre (vivimos cerca de modo que podía hacerlo caminando y con barbijo). Luego se sumó mi hija a los encuentros, que en general eran una vez por semana, si no recuerdo mal (la pandemia afectó mi memoria a mediano plazo, fundiendo hechos y circunstancias en un caldo uniforme devenido limbo temporal),
Ellas fueron las presencias con las que alimentaba y saciaba la desesperación por tener a los seres queridos al alcance de la mano; por sentir la vibración de sus voces por fuera de los artefactos de la tecnología, por sentir lo que de manera cursi pero efectiva se describe como calor humano; la presencia física cercana de otro ser vivo; uno de los testimonios de lo vital.
Los medios virtuales (principalmente el Zoom, que llegó para quedarse, porque nos mantuvo conectados, porque es un instrumento muy útil para "reunirse" con gente en cualquier lugar del mundo) poblaron las horas con actividades variopintas y por demás interesantes, hasta alcanzar el nivel del frenesí: ¡siempre era lunes a las 10 A.M! Quiero decir, dejaron de existir los momentos para almorzar/cenar, los tiempos de ocio en soledad, los fines de semana, los feriados. Esto generó en muchos de nosotros, alteraciones del sueño, de la productividad, de la capacidad de concentración, cansancio de vista, síntomas de todo tipo, dolores lumbares por la cantidad de horas que pasábamos sentados, además de agotamiento físico y mental. Va a ser muy bueno conservar las posibilidades del Zoom, pero habrá que no perder de vista la escala humana de la cosa, y no dejar de tener en cuenta que ya no estaremos frente al acontecimiento imprevisto (del que cada uno se recuperó como pudo) sino que estaremos instalando un circuito de repetición de algo ya vivido; habrá que ser prudentes y cuidadosos en eso.
Sin embargo, hubo aspectos que la intensa vida virtual no logró colmar en mí: la necesidad del contacto humano verdadero, el que pone en juego la presencia física del otro. Y fue allí donde ellas fueron imprescindibles. Somos tres mujeres de armas llevar. Tenemos temperamentos bien diferenciados, gustos e ideas que en muchas ocasiones no concuerdan. Durante todos estos meses nos reímos, comimos (siempre que nos reunimos comimos...), brindamos más de una vez, nos mareamos más de una vez, discutimos, nos maltratamos, nos perdonamos, nos entendimos. Con el tiempo la reunión semanal se iba volviendo impostergable, a la vez que aprendíamos a respetar los silencios misteriosos de cada una.
Como además de ir descubriendo cómo hacer con la pandemia, termino en estos días una novela bioficcional, pensé durante este tiempo fuera del tiempo en muchas cuestiones relativas a los lazos que nos unen. Me esclarecí por ejemplo respecto de la insondable decisión que implica aquello que los hijos toman de sus padres: imposible calcularlo, inútil proponerse nada al respecto. La maternidad se verificó para mí como una tarea imposible que sin dudas Freud tendría que haber agregado a la de gobernar, educar y psicoanalizar. Lo es porque todas somos pésimas encarnándola. Porque entre nosotras, y a pesar de que nos creamos las mejores o al menos dignas en la tarea, hacemos lo que podemos, en una mezcla torpe de querer ser mejores que nuestra madre, con la tan humana como estúpida pretensión de que nuestros hijos sean felices. A ello se agrega el delirio de que lograrlo nos involucra de manera directa (estúpida y omnipotente idea), y el ir tras ellos en el desesperado e infructuoso intento de que no sientan que somos de otra época, y asuman que los entendemos, que estamos alineados con la cosa de que el mundo cambió, que el siglo XX acaba de terminar este fin de 2020 (eso pienso yo al menos), y que tenemos experiencias taaaaaan interesantes para el mundo que viene que ellos están en la obligación de prestarnos atención y tener en cuenta lo que les decimos. Por lo mismo, paradójicamente, es que podemos aliviarnos de la carga. No decidimos nada.
La dolorosa realidad es que estamos más perdidos que ellos frente al mundo nuevo y diferente que se avecina; ellos están mucho mejor preparados para el desafío.
Disfruto mucho por ejemplo, cuando mi hija me enseña con ahínco, dedicación y una importante cuota de resignación, los códigos secretos de las redes: qué se responde y cuando; que los emoticones no se responden, que ¡¡las reacciones a las historias del face tampoco!! Que nadie espera que lo haga, insiste; es perder el tiempo. Que la gente mira las historias de los demás no por interés en la persona en cuestión, sino por aburrimiento, por el encantamiento automático que produce el algoritmo o... ¡¡¡¡¡para terminar de gastar la batería del celular y ponerlo a cargar!!!!! Estos comentarios me descubren un mundo al que me asomo con precaución, curiosidad y asombro.
Luego de la intensa y extrema experiencia que implicó la cuarentena, pienso que tomé de mi madre cierta alegría de vivir, a veces tan extrema que los hijos no la entendemos y nos enojamos con ella; su gusto por la música y por el mundo, vasta extensión poblada de maravillas a la espera de ser descubiertas, y cierto aire libertario que descubrí en ella hace apenas unos años y que encuentro en mí recién hace un par. Ella, por su parte, me taladró la cabeza con la universidad, los estudios y la política; yo me quedé con esas "nimiedades" con las que me construí a "mi madre", no la que ella supuso ser.
De mi hija, sé que "le contagié" el amor a los gatos, el sentido estético, algún grado de coquetería también, por qué no; y cierta información "genética" que le inoculé desde antes que naciera: Los Beatles, Queen, pasión por el canto, Liza Minelli, Les Luthiers, y alguna que otra cosa que me olvido (la pandemia... ya les dije). En los últimos años, el fanatismo por un mar turquesa y tibio, que hizo las delicias de nuestras vacaciones juntas, y el don de moverse como pez en el agua entre las palabras y los silencios de un texto.
Como saldo de cuarentena me quedo con un lazo entre nosotras que se volvió más sólido, más vivo, y que gusta de los descubrimientos y los desafíos que la vida nos fue proponiendo y que estimo seguirá proponiéndonos. Como saldo de una calamidad como la que atravesó y atraviesa la humanidad toda, no es poca cosa.
¡FELIZ 2021 PARA TODOS, A PESAR DE LA PANDEMIA Y EL COVID!
HOY SABEMOS QUE LA COSA NO ES NO CAER, SINO LEVANTARSE Y HACERLO CON DESEO Y UNA DOSIS DE ARTE.
Les dejo los enlaces de mis redes:
En Facebook me encuentran por mi nombre y en el grupo Libros de Leonor Curti.
En instagram (aunque estoy muy tentada de cerrar la cuenta en estos días) también con mi nombre.
Y este es el enlace a mi canal de youtube, al que están invitadísimos a suscribirse, si quieren claro: https://www.youtube.com/channel/UCbzp25hBON0gGNIK-NikrCQ
Cuántas, pero cuántas cosas podría decir yo en la misma dirección acerca de la regeneración y del reformateo de los vínculos amorosos, que nos deja la pandemia. Estoy medio silencioso respecto al balance del año pandémico, justamente porque tengo cierto pudor de decir, en medio de la queja generalizada, que para mí ha sido un año maravilloso por todo lo nuevo que me mostró. Salute!! entonces por el 2021 y por nuestra capacidad de acomodarnos a los chubascos y las tormentas.
ResponderEliminarBueno, es cuestión de animarse. Creo que si sabemos hacerlo, hay mucho para capitalizar de estos meses tremendos que vivimos, y de lo importante que al menos para mí, se revelaron los vínculos humanos, sean de la especie que sean, estén propiciados por la actividad que sea. Claro que la contracara de la calamidad global, puede dejarnos cosas para valorar y atesorar. Pero como con los padres, cada uno hará lo que pueda. ¡Felicidades Daniel! y ¡Vamos por el 2021!
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